jueves, 20 de noviembre de 2014

SAN GABRIEL, LÍBRAME DE TUS MALOS DOCTORES


Elena lleva cinco días sin comer. Está echada en una camilla de la clínica San Gabriel, pasando los canales de televisión para distraerse, y trata de no pensar en ese médico que, en lugar de curarla, la enfermó, consulta a consulta, receta a receta, durante tres años, hasta dejarla como está: con una pancreatitis que casi la mata. ¿Un médico puede hacer eso?

Hace tres años ella llegó a la clínica con un dolor en la barriga. El médico, un gastroenterólogo –un gastro, como se les dice en jerga clínica– diagnosticó un cólico de gases. Le recetó cosas. Elena volvió tiempo después a consulta con el mismo dolor. El gastro la devolvió con el mismo diagnóstico y con más remedios para los gases. Pero el dolor no se iba. Cada vez era más fuerte. Elena regresaba donde el gastro. El gastro la devolvía a casa con más remedios para los pedos.

El gastro era un poco pedante –recuerda Elena y no bromea–. La diagnosticaba casi sin escucharla, sin tocarla, como si le hiciera un favor. Como si no tuviera tiempo. Pero si hubiera tenido tiempo, si hubiera escuchado, si hubiera hecho su trabajo, quizá se habría enterado de que Elena no tenía pedos rebeldes sino una piedrita, de esas que ahora se remueven con láser.

Bastaba que el gastro ordenara que le hicieran una endoscopía, ese examen que consiste en introducir una camarita de video en el cuerpo del paciente para ver más allá de lo evidente. Pero durante treinta y seis meses, y tantas consultas y tantos remedios equivocados, el gastro no lo hizo por razones que Elena conocería más adelante.

Elena es un ama de casa de clase media –casa propia, camioneta, un hijo en la universidad, el otro en un colegio religioso– y paga un seguro médico privado para que no le pasen las cosas que ahora le están pasando. Ella pensaba que estas cosas solo le ocurrían a la gente muy pobre, en los hospitales, en las postas; no en las clínicas. Dato de contexto: es Lima, Perú.

Durante todo este tiempo, el esposo y los hijos de Elena se acostumbraron a convivir con los continuos dolores de mamá. Alguna noche tuvieron que llevarla de emergencia a la clínica. Allí la atendieron, la calmaron, le recetaron cosas para los gases, luego la devolvieron a casa.

El gastro explicaba. Según le decía, Elena sufría de intestino perezoso. Tenía el intestino delgado inusualmente extenso. Por eso se demoraba en digerir. Y comer le producía pedos que nunca llegaban a aflorar al mundo exterior. El intestino delgado, en una persona normal, mide unos seis metros. ¿Cuánto medía el de Elena? ¿Diez metros? ¿Doce?

Los dolores de Elena aumentaron este año. El gastro radicalizó su tratamiento equivocado. La paciente tenía que someterse a una dieta severa. ¿Cuántas tazas de café tomaba? Cuatro, doctor. Bueno, ya no. Tampoco comerá cebolla, ni ajo, ni ají amarillo, ni panca ni esas cosas ricas que dan felicidad. La falta de alegría genera dudas. Un día Elena se preguntó: ¿no se estará equivocando el gastro? Entonces cambió de médico. El nuevo doctor tenía oficio y mejor trato –dice Elena–. Exigió de inmediato una endoscopía, el examen con la camarita. Los resultados tardarían algunos días.

Fue durante esa espera que Elena se sintió terrible. El dolor en el estómago era una bomba que no terminaba de estallar. Su esposo la llevó de emergencia. Un médico la recibió, escuchó, consultó el historial. Elena tenía un seguro en la clínica. Eso debía significar algo, motivar un buen trato, al menos un poco de paciencia. Las clínicas son empresas: se deben a sus clientes. Pero el chico de emergencias, al igual que el gastro, recetó paliativos y recomendó que la paciente volviera a casa. Era un cólico de gases –dictaminó–. El dolor iba a pasar.

Pero no pasó. Elena y su esposo telefonearon al médico al que ella ahora llama «el doctor bueno». Los recibió de inmediato. Sentó a Elena. Le pidió que se levantará la camiseta. ¿Dónde estaba el dolor? Aquí, doctor. El doctor tocó. El tacto de sus manos llevó información a sus neuronas. Las neuronas –las células de la inteligencia, de la memoria, del razonamiento– hicieron conexiones entre sí, activaron información básica, recuerdos, el juramento hipocrático, experiencias de la vida cotidiana, la ética personal del doctor. Es el páncreas, recuerda Elena que dijo el médico. Y añadió: ¿Cómo es posible que el de emergencia no lo haya podido notar?

¿Cómo es posible que durante tres años, ¡tres años! ¡TRES AÑOS! el gastro pedante tampoco lo hubiera podido notar?

El médico ordenó que internaran a la paciente. Tenía una pancreatitis. Es decir, el páncreas, órgano que produce jugos digestivos, se estaba digiriendo a sí mismo. Duele como el infierno en la panza. Elena fue llevada a la unidad de cuidados intensivos, esa zona decisiva donde los médicos deben esforzase o hacer milagros o, de lo contrario, los familiares de los pacientes reciben ingratas noticias. Allí estabilizaron a Elena.

Durante los días siguientes, mientras aguardaban en los pasillos, su esposo e hijos tenían una pregunta. ¿Para esto pagamos un seguro privado?

La clínica se llama San Gabriel, como el arcángel que anuncia el Juicio Final, y es parte de una cadena que emplea con eficiencia nombres celestiales. Una se llama San Pablo, otra San Juan. Un médico amigo de la familia trabajó en san Gabriel. Él le había contado a Elena que en esta clínica regía una política perversa. Los funcionarios clasificaban a los pacientes asegurados en dos categorías. 1) Los que están asegurados en compañías externas (Pacífico, Rímac, entre otras). 2) Los que están asegurados en la misma clínica.

¿Cuál era la diferencia?

Los gastos y facturas generados por los pacientes clase 1 los asumen las aseguradoras.

Los gastos de los pacientes clase 2 los asume la clínica.

Los pacientes clase 1 son rentables. Los pacientes 2 no son tan rentables. Elena era una paciente clase 2. Pero ella no lo sabía. Pagaba su seguro con puntualidad. La clínica cobraba con puntualidad.

¿Qué era lo perverso? Según aquel médico amigo, los funcionarios de San Gabriel exhortaban a los doctores a cargar la mayor cantidad de servicios y gastos clínicos a los pacientes clase 1 (porque todo lo que consumieran lo pagarían las aseguradoras). Por otro lado, también instaban a los médicos a solicitar la menor cantidad de exámenes a los pacientes clase 2. Quizá por eso, en tres años, el gastro consideró que Elena no necesitaba lo que necesitaba. Es una teoría que ella tiene. Lo que le consta es que ese gastro era un inepto.

Elena y los suyos quizá debieron escuchar con más atención a ese médico amigo. Las clínicas de los santitos y arcángeles tenían antecedentes de mala conducta. En abril de 2014, el Ministerio de Salud cerró la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatal de San Pablo, la estrella de la cadena. Se decía que siete bebés habían muerto de enfermedades que contrajeron en ese lugar. Según el Estado, la clínica no cumplía con ciertos estándares. Los padres eran más drásticos: San Pablo mataba.

Elena solo cambió de gastro. Quizá debió cambiar de clínica.

Elena ha salido de cuidados intensivos y ahora está en una habitación. Su páncreas está desinflamándose. Cuando esté mejor, van a operarla para quitarle la piedra. Se muere de ganas de volver a comer. Mira la tele. Pasa de canal en canal. Pero en su mente solo hay una imagen: fruta.

–No sé por qué solo pienso en fruta, en algo jugoso –me cuenta al teléfono–. Será porque no como bien hace semanas, ¿no?

Elena trata de ver el lado bueno de la historia. Está cansada, pero la anima saber, por fin, la causa de su dolor. El que está furioso es su hijo mayor, Carlos, que es mi sobrino, tiene diecinueve años y estudia en la universidad. No puede creer lo que les ha ocurrido.

–Tío, de verdad sentimos una impotencia –me dice más tarde–. Mi mamá tenía el seguro de la misma clínica. Iba con un dolor de estómago de tres años. Y siempre le recetaban algo simple.

Cuesta estar tan lejos de tu familia cuando pasan estas cosas. Le digo a Carlos que, en lo posible, no deje sola a su mamá. Nunca se sabe qué puede ocurrir en lugares así. Parece que San Gabriel tiene cola de diablito. Ya cuando Elena esté mejor, Carlos tendrá que convencerla de que se cambien de clínica. Es el lado triste de un sistema de salud abandonado a un mercado sin reglas, bárbaro, donde reinan los gastros. En el mundo de la salud privada peruana, cuando un cliente migra a la competencia, no siempre lo hace porque ésta sea necesariamente mejor, sino porque quizá está huyendo de una empresa terrible. Deberían darles trato de refugiados.

–Mi madre quiso prevenir –me dice Carlos–. ¿Pero qué pasa si los doctores no te dejan prevenir? Tres años así. Hasta que llegó esto.

A veces la vida te hace madurar a los golpes. Carlos aún es adolescente pero quizá en este momento está dejando de serlo. Está naciendo como adulto a un país cruel. Me gustaría darle una palmada en el hombro, un abrazo de amigo. Pero estamos en el chat. Seis mil kilómetros me separaban del Perú, ese lugar donde cosas que no deberían ocurrir ocurren todo el tiempo.

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